Viajando por las rutas del narcotráfico paraguayo

Camino al Paraguay

Mis tres meses de estadía en el Brasil habían llegado a su fin, y habíamos dejado Río de Janeiro con un destino decidido casi de última hora. Joel siempre había querido conocer el Paraguay, y yo me había quedado corta con ese primer ingreso el año anterior, cuando, tras trabajar en un hostel en Asunción, había salido a explorar el país. Aquella vez llevaba un mapa rutero con nombres de ciudades impronunciables pero aparentemente imperdibles rodeados según el criterio de mi amigo Ernesto, porque muy poco sabía de ese país evitado por todes.


Pero ahora que el plan era recorrer cada uno de los diecisiete departamentos del país, teníamos una semana exacta para cubrir a dedo los 1500 km que nos separaban de Ponta Porã, la última ciudad brasileña que hace frontera seca con Pedro Juan Caballero, ya territorio paraguayo. Nos esperaba un viaje largo y lleno de incógnitas, pero que enfrentamos con un renovado entusiasmo. Era hora de sacarle el polvo a las mochilas, y de volver a la emoción de buscar dónde acampar.

Lo que había empezado como un nuevo comienzo, acabó, sin embargo, siendo nuestro último viaje juntes.


Esa última semana de julio de 2018 nos vio saltar de auto en camión, acampar en colinas urbanas y cráteres en la autopista, acompañades por un sol tan rojo que parecía querer prender fuego al campo todo, antes de irse a dormir.

Foto: Joel Lousararian


Aunque en el dedo no haya nada de cierto, parecía que lo habíamos calculado todo a la perfección: el día antes que caducara nuestro permiso de 90 días en Brasil nos habían dejado en Dourados, a tan solo 120 km de la frontera paraguaya.


Pero en lo que fue (hasta aquel entonces) nuestro peor dedo en absoluto, pasamos horas y horas bajo el sol ardiente sin que nos levantara nadie. Ya habíamos perdido toda esperanza cuando, sin embargo, un auto paró.


Thiago y Bea nos recibieron con dos sonrisas gigantescas. Nos invitaron a quedarnos en su casa en Ponta Porã el tiempo que quisiéramos, mientras nosotres peleábamos contra la Policia Federal que nos multó sin piedad ninguna porque, a pesar de todo, llegamos cuando la oficina de migraciones ya estaba cerrada.

En casa de Thiago y Bea en Ponta Porã

Departamento de Amambay

El primero de agosto cruzamos esa línea invisible que separa Brasil de Paraguay, custodiada por milicos armados hasta los dientes. Aparecieron los primeros bingos prohibidos en el gigante lusófono, y pasamos ignares por las plantaciones de marihuana que abastecen todos los países limítrofes. Durante días, estuvimos dando vueltas por las rutas del narcotráfico, pero solo nos enteraríamos más tarde. Ese día, nos dirigimos inocentes hacia la ruta 5, donde nos pusimos a hacer dedo.

Haciendo dedo en Dourados, Brasil

Al otro lado de la ruta, sentados a hacer nada entre polvo y basura, unos hombres aparentemente sin hogar, uno de los cuales vestido con falda y manicura recién hecha, hicieron vagar mis pensamientos hacia una realidad que parecía tan lejana a la mía como la mía podía tal vez parecer a la mayoría de las personas con las cuales crecí hasta convertirme al nomadismo. ¿Qué tan diferente era mi vida de la de ellos? ¿De verdad tenía más en común con mis ex compañeras de universidad que trabajan dentro de una cabina de interpretación con camisa bien planchada y pelo recogido, que con estas personas que viven aisladas de la sociedad?


Un mayorista de electrodomésticos interrumpió mis pensamientos y me llevó de vuelta a la realidad, y hasta nuestro destino, unos 45 km más adelante.

Aparecido, una de nuestras caronas en el viaje a Paraguay


El Parque Nacional Cerro Corá es mucho más que el área protegida más grande del Paraguay. Sus casi 6.000 hectáreas fueron el escenario de la última batalla de la guerra que llevó el país a la ruina y lugar de la muerte del héroe nacional, el Mariscal Francisco Solano López.

Dentro el Parque Nacional Cerro Corá


En la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), el Paraguay se enfrentó a los ejércitos aliados de Brasil, Argentina y Uruguay. Se estima que entre el 50 y el 85% de la población paraguaya (y hasta un 90% de los hombres adultos) perdió la vida bajo el grito de batalla “Vencer o morir” del Mariscal. Fue una guerra entre hermanes, donde mujeres y ancianos acudieron en defensa de su país, y hasta los niños tomaron las armas con las caras pintadas para engañar al enemigo.

Mariscal López, ¿héroe o loco? No me toca cierto a mí, nacida un siglo más tarde en la otra punta del mundo, responder a esta pregunta. Pero los datos no fallan: hasta su destrucción en el que se considera el capítulo más infame de la historia de América Latina, Paraguay era el país más avanzado del continente. Había desarrollo económico y paz en un continente marcado por guerras e inseguridad. Antes del conflicto, el país mediterráneo no tenía deudas externas y practicaba una política de proteccionismo. Contaba con una línea de telégrafo, uno de los primeros ferrocarriles de Sudamérica, y una moneda fuerte y estable. Hoy, en cambio, las estaciones del país se están pudriendo o en raros casos albergan pequeños museos que recuerdan tiempos mejores, los trenes dejaron de existir, y un dólar equivale a más de 6.000 guaraníes.

Estatua del Mariscal Francisco Solano López

Paraguay era el único país que se escapaba al control de la corona británica, que, invisible, movió los hilos de esta guerra sanguinaria sembrando el terreno de provocaciones, y llevó al acuerdo entre Argentina, Brasil, y el usurpado Uruguay. Acorralado por enemigos, el Mariscal había amenazado con la guerra si invadían el Uruguay, su única salida hacia el mar. La guerra que según el presidente argentino Mitre iba a durar (y ganar en) tres meses, duró, sin embargo, casi cinco años. Para les paraguayes se convirtió en una causa nacional, y todo el pueblo participó en la defensa de su país.


Los horrores de la guerra se mezclan a una sensación de paz increíble que se respira en cada esquina de las seis mil hectáreas del parque. Nosotres, también parte del oxímoron, disfrutamos de la comunión con la naturaleza, utilizando ramas caídas para hacer fuego y agua del río para cocinar y bañarnos, durmiendo bajo las estrellas y despertándonos cada día junto al sol. La lluvia casi incesante nos acompañó en ese aire que huele a una guerra que sigue bien viva en la memoria del pueblo de raza guaraní.

Preparando el desayuno en el área de acampe


El parque entero es un homenaje al héroe de la patria, y el frío de sus monumentos penetra en los huesos hasta que une llega a sentir esos últimos momentos de vida del Mariscal. “Muero por mi patria”, la que nunca traicionaría. El Mariscal fue sepultado en el mismo parque junto a su hijo Panchito por su esposa irlandesa Madama Lynch, pero descansa hoy en el Panteón de los Héroes en Asunción.

“Vencer o morir” fue el lema del Mariscal


Conseguimos extender nuestras escasas provisiones durante tres días. Acorralades por las lluvias, la tercera noche acampamos dentro de un edificio abandonado del parque. Esta vez nos despertamos con el chillido de los murciélagos que volaban por encima de nuestras cabezas, y tras limpiar la carpa de los regalitos verde fluo que nos dejaron los bichos, nos preparamos a hacer dedo hacia nuestro destino siguiente.

El parque tiene una linda área de acampe, pero en caso de lluvia se puede recurrir a este edificio abandonado

Departamento de Concepción

Nos levantó casi enseguida un camionero que transportaba palmeras, pero nuestro viaje acabó en un control policial, donde multaron a nuestro chofer por llevarnos en la carrocería. Era casi noche cuando un auto que nos acababa de pasar hizo marcha atrás y nos llevó hasta Yby Yaú.

Alberto es, en su perfecta incoherencia, médico veterinario y productor de chorizo, y Adriana policía. Nos invitaron a quedarnos a cenar y a dormir tras tomar una cantidad exagerada de cervezas, y al día siguiente seguimos camino. Llegamos a Concepción, capital del omónimo departamento, pasando por tres vehículos: una familia directa al almuerzo dominguero, un transportador de vacas brasileño que nos contaba historias más o menos fantásticas sobre su matrimonio con una japonesa “gorda y fea” y un ingeniero también brasileño que trabajaba en el mismo frigorífico.

Aprovechando para secar las toallas en la parte trasera del camión


En Concepción nos dieron permiso para acampar al lado de un depósito de autos polvorientos en la Prefectura Naval que nos prestó también sus baños, y salimos a vender nuestras postales. Pasamos dos días angustiades con el tema de la comida: la dieta crudivegana que estábamos intentando no funcionaba, les dos teníamos los estómagos vacíos y soñábamos con ricos platos calientes que raramente comeríamos en las siguientes semanas.

Acampando a las orillas del río Paraguay


Paseaba por las antiguas casas coloniales a la linda luz del atardecer. La ciudad ya me había enamorado en mi primera visita el año anterior, y se respiraba su pasado como importante puerto de comercio de exportación fluvial. Llegué a una escuelita donde parecía haber alguna celebración por la vuelta al cole, les niñes cantando “Mi Paraguay” con timidez, al llegar al estribillo estallaban las voces tan fuertes y emocionantes que se me puso la piel de gallina. Buscamos a Doroteo, el pescador que el año anterior me había invitado a comer un rico pastel de pollo en su casa, pero solo pude volver a abrazar a su esposa.

Pasatiempos en viaje


Comimos como chanchos en el mercado de Concepción, donde la gente nos paraba para preguntarnos si éramos “los de la tele que recurren el Chaco en bici”. Pero la negativa nunca frenó su interés, y todes mostraron curiosidad hacia nuestras mochilas que andaban descaradas por la ciudad durmiente.

Nos pusimos a hacer dedo allá donde empezaba el empedrado, y nos despedimos por un buen rato del asfalto, que volveríamos a pisar solo semanas más tarde. El día estaba helado, y nos costó un huevo salir de la ciudad.

Estaba atardeciendo cuando el camión en el que andábamos paró frente a una casita de madera donde una ligera brisa ondeaba la bandera tricolor del Paraguay.

En el pórtico había tres hombres tomando mate y charlando. El más gordo nos recibió, haciéndonos entender que era él el que mandaba. El Oficial Martín Gordillo nos dio permiso para acampar al lado del puesto de guardia y nos invitó a cenar con ellos. El otro, de rango visiblemente inferior y mucho más joven, se presentó como José. El tercer hombre era mayor y parecía trabajar como empleado para los milicos; le costaba hablar español, pero en su dulce yopará nos dijo que se llamaba Francisco.

Después de acribillarnos de preguntas como es buena costumbre hacer, el oficial nos invitó a quedarnos en una piecita que tenían vacía y a lavar nuestra ropa con una máquina que seguía funcionando por algún misterio del universo que no llegamos a entender. Cenamos tortillas y café con leche, y nos acostamos en la camita acurrucades por el frío.

El comedor del puesto de guardia y, a la izquierda, nuestro cuarto

Estábamos cerca del arroyo Tagatiyá, que atraviesa diferentes propiedades privadas que en verano se convierten en balnearios y se llena de paraguayes de vacaciones.

El arroyo Tagatiyá 

Después de desayunar con nuestros anfitriones, salimos a explorar el río. A la vuelta, el gordo nos gritó “A comer!”. Una cabeza enorme de jabalí, regalo no desinteresado de algún ganadero, triunfaba en el medio de la mesita de madera. Los dos policías estaban comiendo como si no hubiese mañana. Don Francisco, en cambio, estaba cabizbajo sentado en otra mesita, de espaldas a nosotres y mirando hacia la pared. Pedimos a nuestro anfitrión hacerle espacio al señor, pero éste nos contestó que ese era su lugar, y que estaba acostumbrado a comer así. Así que intenté concentrarme en mi ensalada, mientras las gordas manos del oficial arrancaban con toda fuerza este y otro pedazo de carne, la cara roja e hinchada por el esfuerzo; José ni se había sentado, pero seguía cortando y comiendo. Joel, a mi lado, tragaba lentamente, agradeciendo con modestia el pedacito de carne en su plato. El contraste era enorme. Me quedé pensando si el hecho de estar permitiendo todo esto no me hacía cómplice de mis anfitriones, si no debería haberme levantado e ido. Pero (¿tal vez erroneamente?) sentí que mi papel allá no era el de revolucionaria, sino el de reportera, y cabizbaja registré todas las injusticias que estaban pasando en aquella casita de madera en el medio de la nada.

Agradecí Don Francisco por prepararme la ensalada, y ése fue mi primer error. Los otros vinieron concadenados en nuestro intento de mostrar solidaridad a ese hombre al que trataban como bestia, aislado tanto en su mesita como en su cuartito de ladrillos donde había espacio para una camita no más y por el cual pasaba despiadado el frío viento invernal.

Don Francisco

Después de almorzar, el oficial nos mostró sus armas, apuntándonoslas directamente en la cara. Parecía que para entrar en las fuerzas armadas había que pasar el concurso del más pelotudo. Y este bruto se ganó también una estadía all inclusive en el Tagatiyá River Resort.


Volvimos a explorar los alrededores, pero a la vuelta ya no parecímos ser les invitades de honor dignes de tener todas las atenciones que el caso nos reservaba. Nos dejaron sí unas tortillas, pero frías y ellos ya no se sentaron a comer con nosotres. En cambio, si bien en los dos días no los vimos trabajar un solo momento, hoy parecían haberse activado, y se quedaron en el puesto de control parando camiones que en vez de ser revisados les entregaban algo y seguían su camino. La escena se replicó durante unas cuantas horas, hasta que el frío los trajo de vuelta a la casa.

El viejo tendido en su cama con la panza como él orgullosa que sobresalía del uniforme, el único calefactor directo hacia él y su perrito, José sentado en la puerta, los dos mirando un partido mientras nosotres nos apretábamos en la cama temblando por el frío. Nos dejaron abierta la puerta que daba a la calle con una silla, y cuando al estar bien congelades pedimos cerrarla para ir a dormir nos dijeron que todavía eran solo las 23h o sea temprano, que la puerta se quedaba abierta, que podíamos dormir así.

José entró para sacar una frazada para él y nos dejó allá, tiritando por el frío. Se había acabado el trato de gringuites VIP: nos habían rebajado al rango de sirvientes, al igual que don Francisco. Juntamos nuestras cosas y les dijimos que íbamos a armar la carpa fuera, que todo bien si la puerta tenía que estar abierta, pero que nos estábamos cagando de frío. Pareció que no se esperaban esta reacción. El gordo ordenó cerrar la puerta y me fui a dormir cagada más de miedo que de frío.

Nos despertaron con dos golpes fuertes en la puerta. Me quería ir ya. Pero increíblemente, de repente habían vuelto a ser amables. Nos invitaron a mate cebado pero no tomado por don Francisco; el gordo pidió que les saquemos fotos a su perro para hacer las postales de 2019, nos dio fruta para el camino y nos consiguió un camión que nos llevara hasta Vallemí.

No había entendido un carajo de lo que acababa de pasar, pero estaba más que feliz de dejar ese lugar de locos.

N. de la A.: Se cambiaron algunos nombres para mantener algún semblante de anonimato.

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